¿Cuáles son los componentes de la historia más maravillosa del Universo? El otro día escuche a dos jóvenes hablar justo de este tema y discutían dos grandes “recetas”. Para escribir la historia más maravillosa del mundo había solo dos opciones: o se era el autor más humano del mundo o se era el más alejado de la humanidad que se pudiera concebir.
Ambas posturas son excesivas y casi…. casi transgresoras. Pero tiene sentido, los excesos nos fascinan. Ambas son dos maneras de observar el mismo espiral autodestructivo que se origina de aquel reclamo místico de eternidad al que referenciaba Kierkegaard. Estamos hundidos en una desesperación tan brutal que solo el sobredimensionar nuestros delirios de forma absurda y elocuente podrían darnos descanso momentáneo.
Vamos pues a platicar de estas dos opciones, en apariencia simples, de aproximar la labor de la escritura. La profesión de contar historias.
Por un lado podemos explorarnos en la banalidad y lo mundano. En la humanidad misma, incompleta, imperfecta, sucia, irracional, caprichosa y excesiva. No puede hablarse ni siquiera de una especie de hedonismo pues este tendría que ser consciente y las borracheras involuntarias son más un patético acto de debilidad que algún indicador de un bien mayor y trascendental. ¿Cómo se escribe entonces desde el asqueroso fondo de la podredumbre humana? No tiene que hablarse de fango, sudor y sangre; para nada. Esos sentimientos tan profundos son rara vez experimentados por el hombre moderno. No hay que olvidar, ni por un momento, que el principal ingrediente de la historia más maravillosa del mundo resulta del interés (al menos en nuestro enfermizo presente). Es claro entender que el restregarnos en nuestra propia mugre no es precisamente el gancho ideal para una oleada de lectores tan planos y vacíos como una oblea inflada con helio. Lo importante, cómo discutían esos jóvenes en medio de las luces traicioneras de la noche, es arrastrar al lector a su propio excremento. Hundirlo en su misma debilidad. Hacerle presente sus fallas, sus defectos, su obvia incompetencia y, por sobre todo, la insignificancia de sus historias.
Cuando hacemos pases con lo absurdo, con la irrelevancia del existir; entonces todo, absolutamente todo, nos parece más interesante. El pisotear un planta abandonada se vuelve un acto de transgresión; una materialización de nuestra voluntad superior de existencia. Nos volvemos como un átomo inquieto y desesperado que intenta generar un cambio a través de la transferencia de su insignificante energía. Generar esa vibración es peligroso, pero deseable. La consciencia no se activa más que con la ilusión de ser uno más. Con el espejismo de ser un reflejo propio y de toda la humanidad. Una ginebra en la barra de un bar imaginado en Irlanda puede decir más que la historia completa de la civilización occidental. Ese vaso, esa barra, ese bar: Todo es un escenario sombrío y real en el que un personaje vacío – tal como nosotros- realizará algún acto mundano con el cual podremos identificarnos. ¡Oh que belleza imaginarnos borrachos como aquel caballero de un siglo no especificado! Estar ahí, con todo por delante y ningún contexto que negar más que el de nuestra lejana e irredenta realidad.
El único problema con este primer enfoque es que es demasiado ambicioso. La humanidad es ínfima e inmensa a la vez. Para poder conectar con un lector humano es necesario encontrarlo y, lamentablemente, muchos nos arrastramos en esa misma porquería sin enterarnos. Nos abotonamos nuestras camisas, ajustamos nuestras corbatas, besamos a nuestros reflejos y por la noche renunciamos a toda decencia, a toda ley, a toda regla y a toda consciencia; sin darnos cuenta que nuestra dinámica veloz, fugaz y poderosa; es un sueño amargo creado por nuestro mismo delirio sobre el tiempo.
Tendríamos entonces que analizar con el mismo rigor la opción B. El plan alterno, el segundo al mando, la idea secundaria. Aquí nos referimos al distanciamiento casi infinito de toda humanidad. Es jugar a escribir como si fuéramos el Universo mismo; un ente lejano, perfecto, inmaculado y con la eternidad entera para desperdiciar en los relatos humanos. Transformarnos en el tronco inerte que fue cortado hace varios siglos, en el puente silencioso que ha visto pasar la humanidad en todos sus desfiguros históricos, la polilla expectante que antes de morir se observa en nuestra inocencia, las montañas milenarias que se burlan y nos escupen cuando intentamos conquistarlas. Esa abstracción… esa renuncia a la humanidad también resulta el combustible de grandes historias.
Lo importante aquí es hablarle a nuestro ego hambriento de trascendencia. Ya sea mediante la elucidación de verdades aparentemente profundas o…. verdaderamente profundas. Hablar y escribir como si se hubiese estado presente en el despertar de las galaxias es tanto un deber como una afrenta cosmológica. Hablar desde estos pilares, en apariencia tan lejanos, es renunciar a la compasión de la empatía. Dictamos con fuerza el discurso de las estrellas, no de los hombres; y por ello la humanidad se resguardará en ellos.
Aquí no importa la ginebra, ni el bar, ni el siglo; aquí importa las virtudes de la existencia. La exageración sigue siendo “algo”, pero poco a poco se transforma en todo. Referenciar un personaje de la cultura pop no es apelar a un público infantil y pretencioso; sino a la naturaleza endeble, temporal y apegada de una generación de moléculas que se creen seres humanos.
Aquí los caminos nuevamente se bifurcan –de manera infinita había que decir. Pero las vías principales son muy obvias. La humanidad no puede ser negada. El placer de emborracharse con vino barato antes del medio día es una escena reconfortante, ya sea en los grandes talleres de masonería griega de hace milenios o en el taller mecánico desierto de nuestra movediza actualidad. Las grandes lecciones son los pequeños discursos de emotividad humana. Son las mismas emociones que se desprenden –como queriendo escapar- de nuestras inertes obras de expresión.
La música se ha vuelto un calabozo, una repetición de patrones hipnotizantes y casi malévolos. El baile, el movimiento incluso se ha vuelto tabú. Los senderos dibujados por la música se esconden en la noche y así, la realidad desgarradora de la insignificancia se refugia en los fines de semana. De esto se trata el maravilloso discurso que exagera la penumbra de los seres humanos. Esa misma cantaleta que nos equipara a la luna y que resulta de la obviedad materialista de que estamos hechos de polvo estelar. ¿Y en mil millones de millones de años? La historia más maravillosa del mundo estará escrita en la agonía de un futuro sin historia.