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“Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo”
Antoni Porchia
Hay algo que tienes que comprender sobre Jesús Araujo, él era el tipo de hombre que quería trascender. Tu megalómano promedio que quiere alcanzar la dominación mundial antes de los 45 años y que se masturba mentalmente con las conquistas de Alejandro Magno. El típico loco que soñaba con que cuando la gente dijera su nombre evocaran su rostro.
Jesús tenía 33 años y como le gustaba repetirse todos los días frente al espejo en un inglés con cierto acento tenía “the right job, the right ride and the right bitch”.
Empezó a trabajar a los 24 años, recién egresado de la escuela más cara de todo el país, como consultor legal en la firma del primo hermano del mejor amigo de su padre. En menos de 10 años había logrado brincar, gracias a un montón de estratagemas, de las leyes y pequeño defensor de las causas justas a estrella refulgente de la política local y figura vagamente relevante a nivel nacional.
Sus actividades, llamémoslas extracurriculares para mantenernos políticamente correctos, le permitieron darse un estilo de vida suntuoso. Su orgía de excesos culminó en un Koenigsegg Agera S, un carro que tuvo que importar desde Suecia y que aceleraba en 2.9 segundos con todo el brío y testosterona que pueden comprar 1.5 MDD.
A los 27 se casó con una mujer que conoció a las afueras del Congreso. Ella iba en su propio camino al éxito cuando la atrapó. Era francamente el trofeo perfecto, lo suficientemente lista y preparada para brillar sola si así lo deseaba, pero totalmente consciente sobre cuál era su lugar en la relación que ambos llevaban: callada a menos que se le dijera lo contrario, madre de sus hijos y con derecho a disfrutar de su dinero.
Ahora que tienes una leve idea de lo que era, deja que te cuente las últimas horas de su vida, intrascendentes y vacías.
Como todas las noches ominosas ésta estaba sumida en el silencio, no corría el aire y no respiraba la casa, todo estaba esperando que algo sucediera. En esta paz aparente Jesús dormía sólo en el sillón de su despacho. Abrió los ojos de repente y la sacudida fue tal que pudo sentir algo desaparecer de su cuerpo. Como el dolor en el abdomen cuando te levantas muy rápido y el vértigo cuando bajas una escalera sin pausas.
Así como así había perdido su conciencia de la muerte. Jesús no sabía que íbamos a morir; ni él, ni tú, ni yo. Ya no participaba en la tristeza colectiva que nos produce la certeza de nuestro inevitable final. Gracias a esto la oscuridad ya no era muerte, pero la luz tampoco era vida. De forma tan rápida e indolora Jesús se alejó un poco de las filas humanas.
Venga, no te me quedes viendo así. No es que el sujeto se volviera inmortal, simplemente no sabía que un día iba a morir. Por su puesto que todos vivimos con una eterna negación al respecto, pero hay una diferencia muy clara entre eso y sencillamente no computar que va a pasar. Te lo pongo así, puedes negarlo lo que quieras pero una parte de ti lo reconoce como verdad inamovible.
El Lic. Araujo permaneció acostado unos momentos apretando fuertemente las manos, encandilado por la luz todavía prendida en el despacho. No podía mirar hacia afuera así que cerró los ojos y miró hacia adentro. Se dio cuenta que faltaba algo pero no sabía bien qué.
Memorias que le habían acosado durante todos sus días esta noche parecían no tener peso ni sentido. Pensó en aquella vez cuando tenía 5 años y su pez mascota flotaba panza arriba en la pecera. Pudo verse claramente llorando, podía ver el rostro de su madre intentando explicar algo y podía escuchar su voz infantil decir “mamá, eso me da mucho miedo” mientras se secaba la cara con sus mangas y sorbía los mocos.
Se acordó de cuando tenía 12 años y se acabaron las visitas al abuelo los domingos. El padre intentando pintar una versión desdibujada y deforme del viejo, fallando primero en los detalles y luego en la generalidad. Borrando al hombre que habían conocido y convirtiéndolo en una caricatura conveniente que se mencionaba de vez en cuando durante la cena.
Esta parecía ser información relevante para su vida, una de las varias experiencias que lo habían convertido en el hombre que era pero en ese momento ya no podía asignarles el valor que habían tenido antes.
Pasados unos minutos desde que despertó, con cierta claridad volvió a abrir los ojos pero en esta ocasión a conciencia. Quiso levantarse como siempre y hacer su ritual “the right thing, the right stuff and the right what?” no podía recordar bien cómo iba y ante mayor análisis realmente ya no quería hacerlo. Prefirió decir en voz muy baja: “bueno y todo esto, ¿para qué?”. Sus medallas se transformaban en nimiedades.
Jesús se daba cuenta que el impulso se le escapaba de las manos, esa cosa que faltaba había sido vital para mantener la coherencia de la vida y su movimiento, había sido la batuta que lo había marcado todo.
Para él todo perdió sentido, la lucha por la trascendencia sobre sí mismo que había abanderado se quedaba sin líder, porque cuando crees que todo es eterno pierdes la necesidad de ser recordado.
En su alma ya no encontró razón. Inerte permaneció Jesús Araujo en su despacho a veces con el incesante sonido del teléfono como música de fondo, otras con su respiración cada vez más pausada y de vez en cuando al son de voces que ya no significaban nada.
No quiero decirte que Jesús se nos fue de un momento a otro. Hubo convulsiones sorpresivas de voluntad, pero era voluntad de la barata. La que te lleva a cambiar de posición o a contestar con monosílabos nada de ésa que a veces mueve al mundo ni la que te deja vivir más de unas cuanta horas. Ya no salió Jesús de su despacho ni para cambiarse y mucho menos llevar acabo el destino que había creído desde siempre. Murió en su sillón, sin darse cuenta y sin darle importancia a lo que dejaba de sí mismo.