Fotografía: Inspired Eye, Reader´s gallery
No sé porque me preguntó la hora. Estoy seguro que eso no le importaba. En estos tiempos todo mundo puede abrir su celular y ver rápidamente que hora es. Sin embargo, se aproximó; y con un extraño tono que mezclaba de forma natural la timidez con la seguridad de quien sabe que su pregunta es absurda pero necesaria, preguntó la hora.
Yo por mi parte se la dije. –A ver, déjame checo -Y saqué mi teléfono del bolsillo- Son las 7:20 -respondí. Y fue todo lo que le pude decir. Yo sabía que ella no requería la hora; pero en ese instante no supe que pensar. No tuve tiempo de averiguar en mi mente lo que realmente quería. No es que sea lento, para nada. Normalmente las ideas vienen a mí de forma rápida, de manera creativa. Me considero una persona creativa… y dicho sea de paso, inteligente. Aun así, para todo esto siempre necesito tiempo, y en ese momento no supe que más decir.
Ella me miró y agradeció la respuesta. Después de algunos segundos se alejó un poco y comenzó a esperar así como esperábamos todos. Cada quién esperaba cosas diferentes. Todos estábamos ahí porque tomaríamos el transporte; pero eso era lo de menos. Yo esperaba subirme al camión, tomar mis audífonos y reflexionar todo esto. Ella… ella esperaba algo de mí; pero no tuve tiempo para saber exactamente lo que era.
Aquí es muy fácil hablar de sentimientos. Darle un toque interesante a ese fugaz e irrelevante momento. Si acaso le hubiera preguntado que sentía acerca de todo esto, ¿no hubiera sido un tanto extraño? Su pregunta era banal, intrascendente, mundana. Pero había algo muy particular detrás de ella. Una intención que solo puedo imaginar.
Unos minutos después ella ya se había ido. Tal vez solo se cansó de esperar. Ahora, sentado al lado de la ventanilla del camión le doy mil vueltas a este asunto. Puede que la vuelva a ver; pero eso solo haría más complicada toda esta cuestión. Y finalmente no sabría que decirle.
Mientras continúo divagando observo que Ana sube al camión detenido y antes de poder hacerme el dormido se sienta a mi lado.
-¡Hey! ¿Cómo estás? -me dice con un leve tono de efusividad. Mientras respondo con el ya clásico “bien, y ¿tú?” me doy cuenta de lo cansado que son este tipo de conversaciones. Ana es una buena persona, aunque realmente no la conozco en absoluto. Por azares del destino hemos convivido algunas ocasiones dentro del controlado ambiente escolar. Como si alguien nos hubiera forzado a conocernos pero sin desear que fuéramos más que compañeros.
Digo que Ana es buena porque no es su culpa el que en realidad se encuentre totalmente desinteresada en mi estado de ánimo. A mí tampoco me interesa el suyo. Ella sabe cómo funciona todo esto, sabe que conmigo se encuentra en una extraña zona de seguridad. A ella le gusta platicar de todo lo que yo detesto escuchar; sin embargo no tiene forma de saberlo ya que en realidad no nos conocemos.
Yo la escucho y la escucho y la escucho siendo un tanto indulgente de la situación. Preferiría estar dormido, sí; pero por lo menos no tengo que hablar. Ella no espera que lo haga, simplemente quiere expresar su aburrida cotidianidad y sentir que puede hacerlo con quién sea. A pesar del tono, yo no me siento por sobre esta situación. Es simplemente una cuestión de aburrimiento. Demasiado real, en el sentido menos divertido de la palabra.
Siempre fui de esas personas ligeramente indiferentes. Y aunque en general aprecio todo lo que acontece en mi vida, me siento totalmente incapaz de expresarlo en una conversación casual. Hay personas que lo hace fácilmente, casi como cantando una canción. Yo no puedo. Entre que pienso en lo irrelevante de mi rutina y lo mucho que alguien se aburriría al escucharla, todo se esfuma y me quedo callado, sin nada. Simplemente no puedo.
Por eso no supe que decirle. Ella me preguntó la hora y yo no hice más que dársela. En un mundo gobernado por robots tal vez eso hubiera sido suficiente. Pero a Ana no parece importarle el hecho de que no tenga nada que decirle. Y aun así, aunque en estos últimos minutos me ha contado de la totalidad de su día, siento que no sé quién es.
Es un verdadero problema, definitivamente que lo es. Debo admitir que era linda. Me hubiera gustado hablarle, preguntarle qué haría el día de hoy. Me interesaría incluso escuchar su día entero. Y no solo porque era linda. Ana no es fea tampoco. Ese nunca ha sido el punto. El punto es que Ana me ha mostrado mucho de sí y todo sigue siendo común, normal; demasiado predecible. En cambio ella, con su blusa morada y ese pequeño morralito; es una incógnita total. Una interrogante que se acercó a mí, me preguntó la hora y se desvaneció entre las aulas.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.