El despertador sonó tres veces… lo sé bien por que cada una de ellas resonó en mi cabeza como un pájaro carpintero buscando alimento. Mis ojos estaban abiertos; cansados y abiertos. Una noche más sin conciliar el sueño. Sabes, cuando pasas un par de noches sin poder dormir comienzas a pensar cosas raras, comienzas a ver todo un poco más distinto. Gran parte de esta noche en particular la pasé contemplando el ronroneo que emite el trasformador de alta tensión a pocos metros de mi ventana, imaginando la energía fluir por los cables sonrientes y tan comunes de la ciudad; imaginando también con cierto morbo, el jugoso tumor cancerígeno que debe estar cocinándose en algún rincón de mi cerebro gracias a él.
La habitación estaba inmersa en completa oscuridad. Fascinante, mi habitación, una que pareciera siempre estar a la espera de algo: un cambio, un suceso, algo que pudiera ser recordado. Sabía donde se encontraban todas las cosas en ella y ellas sabían donde me encontraba yo, así funcionaba entre nosotros. Pensé en el largo día que tenía frente a mí, hojas y hojas reposando en el sucio cubículo, estadísticas celosas esperando con ansia que alguien les prestara atención; el sueño llegó a mí sin molestarse en avisar, ahora solo quería dormir… sí, mi cerebro es un estúpido.
Mientras contemplaba la posibilidad de dormir por algunos minutos más, algo llamó mi atención. Un ruido apenas perceptible llegó hasta mí, un chillido que reconocí de inmediato. Sentí como cada una de mis fibras musculares se tensaban. El maldito había despertado, lo que significaba que aquel ruido a mitad de la noche que tanta euforia me había provocado había sido solo una burla más de su parte. Volteé para encender la lámpara junto a mí; la ventana se cruzó en mi camino y percibí por un momento como todas las luces del exterior cambiaban, la ciudad se encontraba en una quietud danzante. Al encender la lámpara, la habitación se iluminó de una luz tenue proyectando cientos de sombras entre todas las cosas y corroboré para mi desilusión que en efecto la trampa se había activado, pero no había absolutamente nada en ella, ni siquiera el maldito queso. Frustrado me recosté de nuevo en mi cama, mi corazón latía a un ritmo vertiginoso, ya no escuchaba el chillido de hace unos momentos y eso me causaba aún más pavor.
Estaba molesto, pero no con ese animal, no comprendía a que diablos se debía mi aversión a ellos. Podía con las ratas… si, las imaginaba grotescas y asquerosas, pero podía lidiar con ellas; sin embargo no hablemos de los innombrables, no podía soportar pensar en tener a uno tan cerca de mí. Comprendo a los elefantes. Aquellas bestias magníficas tan conscientes de su imponencia que no hacen más que comer del pasto silvestre de la sabana y ser respetados por el resto, incluso por los que tienen melena. A excepción, claro, de esos réprobos; esos insignificantes que planean con la mayor de las alevosías la forma en que atormentarán y sacarán provecho de esa extraña condición. Curioso en verdad, ¿por qué habría un elefante de temerle a un bastardo?, ¿instinto? Puede ser, 24 millones de años de evolución entre ambos, uno a partir del otro, será que el temor proviene del origen; un recordatorio non grato de que se es en realidad, de que somos. Una aversión tan profunda, incrustada en el mismo ADN. Quizá, escuché decir que los elefantes tienen buena memoria. Sí, necesito dormir.
De la forma más patética de la que fui capaz me asomé por el borde de la cama, buscando, irónicamente, no encontrar nada o a nadie. De reojo percibí un movimiento en la base de la pared frente a mí, giré de inmediato la vista por instinto y alcancé a ver que algo se metía al baño por la puerta entreabierta. Todo sería estupendamente fantástico si pudiera solo vestirme y largarme al trabajo, pero no, yo necesito tomar un delicioso baño caliente para despertar. Verás, para mí despertar es mucho más que solo abrir los ojos. ¡Venga ya! Entra al baño de mierda y has lo que tengas que hacer, ¿qué es lo peor que puede pasar? Mala pregunta. Comenzaron a llegar a mí imágenes de una heroica entrada al baño con el bat, (firmado por no se quién, que alguien me regaló hace años), en las manos, apretado con tal fuerza que mis nudillos han perdido toda coloración; el maldito corriendo por todos lados como alma que lleva el diablo y una lastimosa huida del combate con gritos demasiado agudos para sentirme orgulloso, ya digamos con una ligera pizca de dignidad. Y todos sus amigos lo cargarán en brazos (o en lomos según sea el caso) y chillarán gustosos de haber visto como David venció a Goliat en una batalla épica, lo llevarán en un mar ondulante de tonalidades grises y blanco puro y será galardonado como general máximo del ejército invasor de hogares, con las respectivas medallas que esto merezca. Siento como una extraña emoción me invade y repito para mis adentros: “de ninguna manera".
Con un valor que resultó en extremo desconocido para mí me incorporé y caminé hasta el baño, abrí la puerta con un golpazo, arrepintiéndome de inmediato por no haber cogido el bat, y encendí la luz. Nada, en absoluto. Todo estaba en perfecta calma, la regadera me aguardaba impaciente, los champús yacían imperturbables en su sitio junto a la ventanilla media abierta. Recorrí despacio el baño con la mirada, incluso me asomé detrás de la puerta y nada. Un poco más confiado y seguro de haber pasado ya la peor parte, (si es que siquiera hubo una), me acerqué a la regadera y giré la perilla de agua caliente, el vapor invadió casi de inmediato el pequeño baño. Me desvestí e ingresé en ella sin mayor preámbulo. Me relajé al punto de casi caer dormido en la tina. La ducha estaba próxima a concluir y me preparaba mentalmente para cerrar la llave y recibir ese delicioso escalofrío cuando lo escuché, fue débil, como de costumbre, pero no dudé ni un instante de quien se trataba. El abominable chillido provenía justo detrás de mi cabeza. La barra de jabón se deslizó y cayó de mi mano ante la creciente presión que ocasionaba la tensión en mis músculos. Pensé en aplastar al bastardo con mi puño, por asqueroso que pudiera resultar, y acabar con esto de una vez por todas. Con esa misma motivación giré rápido tratando de agarrarlo desprevenido, pero fue él quien lo hizo, justo en ese instante brincó de entre los champús directo a mi rostro, incluso antes de que terminara de alzar mi brazo con el puño cerrado. Ante tal sorpresa, grité y me abalancé hacía atrás meneando los brazos tratando de no perder el equilibrio. Para mi desgracia el jabón que se encontraba en el piso de la tina jugó su papel en esta tragedia y resbalé con él. Mi cabeza golpeó la pared y todo comenzó a hacerse borroso. Recostado en la tina sentí como un líquido tibio salía a borbotones de mi nuca y como el agua seguía golpeando el resto de mi cuerpo. Mi mirada cada vez más borrosa, apuntaba a la puerta entreabierta que me parecía tan lejana ahora. Vi como el maldito salía por ella despreocupado. Y pensé en cuánto tiempo tardarían en encontrar mi cuerpo y quién sería quien lo hiciera, y en qué pensaría: “otro pobre imbécil que resbaló con el jabón y dejó una gran cuenta de agua por pagar”. Vivir solo tiene muchas ventajas y pocas desventajas, ésta, al parecer, es una de ellas.
El último sonido del despertador fue menos intenso. Los primeros rayos de luz cálida entraban por mi ventana. Me incorporo y me siento al borde de la cama. De nuevo despierto con la extraña sensación de haber soñado algo que no logro recordar. El Hemingway que reposa junto a la lámpara en la mesa de a lado recita en la página abierta: “…los planes nocturnos no sirven para nada cuando se hace de día. La forma de pensar de las noches, no sirve de nada en las mañanas”. Sonrío.
Sobre el autor
Jorge Omar Álvarez Lucero
Lee desde que tiene memoria, se lo debe a sus padres. Comenzó a escribir cuando tenía ocho años, pequeños relatos que vendía (el negocio es primero) en la escuela a niños aún más pequeños, en una época de fantasía pura. De las cosas que más puede disfrutar son: una buena conversación y una cerveza bien fría.