El miedo es relativo. Una proyección de tu interior sobre un plano tridimensional que no logramos entender. Una historia narrada por un extraño. Una figura a lo lejos, irreconocible hasta el momento en el que nos acercamos lo suficiente para darnos cuenta de que se trata de nosotros mismos. Nuestra mente es un lugar espantoso, nuestro subconsciente una víctima de nuestras decisiones, nuestra vida marcada por la inseguridad de caminar hacia atrás.
¿Te has encontrado en la necesidad de gritar con la boca cerrada? ¿De tomar tus entrañas y exprimirlas con la esperanza de sentir un poco de vida? Yo sí; en ese preciso momento en el que la vi descender por tal obscuridad ardiente. Sangre pulsando por mis venas en un intento de conseguir el más mínimo de los movimientos, mis piernas postradas cual ojo al cráneo, hasta que de pronto: silencio. Y ruido. Las paredes de aquel infierno volando a mis costados, la obscuridad se tornaba roja, el viento seco cortando mi cara y la sensación de diez mil agujas punzando mi piel. El suelo firme y caliente detuvo mi caída, mis oídos timbraban atentando contra mi cordura, la mitad de mi cuerpo quería morir, la otra quería terminar lo que empezó. Rezaba por su vida, pero en ese momento también lo hacía por la mía. Gritos de tres mil hombres y mujeres me azotaron como un ejército de enfermedades; gemidos de sufrimiento y desesperación tronaban en las paredes con la misma fuerza con la que troné contra esta estructura de piedras segundos atrás.
¿Miedo? ¿Qué es miedo? Paredes compuestas de miembros corporales, caminos marcados con los huesos de animales mutilados, ríos de fluidos de distintas procedencias. La tenue iluminación rojiza parecía no provenir del sol. Avanzaba lentamente con el corazón en la boca, con la esperanza de encontrarla con vida. De pronto una figura de peculiar complexión atravesó mi camino, era una mujer, su delgado y desfigurado cuerpo se arrastraba a no más de veinte metros delante de mí, de extremo a extremo de mis ojos. Con su cabeza fijada a la dirección opuesta, todo lo que le podía ver era su parchada cabellera. Ruidos extraños provenían de su ser, un humano convertido en animal. Mis ojos estallaban con horror. Mis oídos sangraban lágrimas. Las cabezas en las paredes hablaban entre llantos delatando mi estadía: “Marina, un impuro”. La mujer detuvo su dolido cuerpo y lo retorció hacia mí; en cuanto se volvió pude distinguir su perturbado rostro. Un cráneo faltante de ojos, orejas fundidas al costado de lo que alguna vez fue su cara. Gritos forzados y jadeantes salían de su enorme boca mientras cargaba hacia mí, desplazándose en 4 patas cual mono rabioso. Mi única opción era correr. Corrí a través de una grieta que se encontraba en la pared derecha a mí. Era angosta, con cada paso que daba mi cuerpo se aferraba más a sí mismo, la respiración cálida de aquellos cuerpos mal gastados rozando mi cuello; manos arañaban mi cara, trababan mis piernas; aquella criatura a la que los condenados llamaban Marina pisaba mis talones, acercándose cada vez más con sus violentos movimientos y sofocantes aullidos. Podía ver sus manos arañando las paredes en su intento de moverse por el limitado espacio, y podía escuchar los lamentos de las inmóviles personas siendo afectadas.
Unos pocos centímetros más ya me encontraba fuera de ahí. Al otro lado podía ver un río de color rojizo, rodeado de pilares formados por los cuerpos sin vida de mujeres. Mi mujer. Pilares de diez metros de altura, cada uno dando hogar a más de veinticinco cuerpos de lo que alguna vez fue mi amada. Una y otra vez veía su cara entre los maltratados, quemados y mutilados cuerpos de aquellas montañas de agonía. Los desgarradores gritos de Marina se acercaban con una velocidad inhumana. Su cabello negro agitándose fuertemente queriendo desprenderse de su piel. Salté. La caída fue dura. Me encontraba luchando en una sustancia espesa, nadar no era sencillo. Me torné hacia el pilar más cercano y comencé a moverme; la idea misma de dirigirme hacia el suceso más horrendo que jamás haya vivido me invitaba a darme por vencido, pero tenía miedo.
¿Miedo? ¿Qué es miedo? Vida habitaba el río. Manos agarraban mis extremidades. Los cuerpos sin vida de mi amada se encontraban más cerca de lo que quería que estuviesen. Sacudía mis piernas en un último grito de ayuda. Alcé mi brazo y sostuve la mano colgante de su cuerpo. Empecé a trepar el pilar. Mis pies maltrataban sus cuerpos. Las figuras que vivían en el río brotaron a la superficie y comenzaron a trepar tras de mí. Fue cuando alcancé la punta del pilar que volteé hacia abajo. Aquellos cuerpos que me seguían… era yo. Mi cara estaba en sus condenados cuerpos. Sus ojos estallidos y sus bocas jadeantes. Gemidos cansados buscaban un nuevo líder. Era demasiado. Tomé la cabeza colgante de mi esposa y besé su helada frente. El mundo se me vino encima, mis piernas estaban en mi cuerpo no más, cerré los ojos y decidí enfrentarlo todo. Se había acabado. Estaría muerto, pero al menos no tendría que sufrir más. Eso si hubiera aterrizado en algo. Pero no lo hice. No por el momento. Seguí cayendo y cayendo, hasta que de pronto: silencio. Y ruido. De nuevo.
Hasta que decida hacerlo diferente.