No hay respuestas para las preguntas. ¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio? No hay respuesta. Se escuchan todos los pensamientos a través de un tiempo eterno, un tiempo con un espacio en blanco y negro, un tiempo en el que no hay un ahora, sino un siempre y un para toda la eternidad. Pareciera que, incluso, el espacio es el del pensamiento, donde todo es etéreo, nada se toca, pero todo permanece a perpetuidad. Ese doloroso saberlo y conocerlo todo a través del tiempo. Los eventos, las guerras, saberlo todo y no poder olvidar nada de ello. No poder deshacerse de ningún recuerdo.
Pero entonces hay destellos de color, de tiempo humano, del ahora. De un espacio que se transmuta a lo que se siente, a lo sensible. A lo que los ojos ven y las manos tocan. A la música que baila Marion o al olor del café caliente.
El espacio y el tiempo en El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, son dos elementos cargados de nostalgia. Damiel, un ángel que no puede sentir, y Marion, una mujer que siente y resiente no poder encontrar eso o ese a quién quiere (debe).
Hay una sobrecarga de pensamientos desoladores. De seres humanos desolados. De ángeles solitarios que buscan atarse a la tierra, que quieren que su tiempo sea finito. Finitud. Fin.
Cada pensamiento tiene un espacio distinto, Marion es color —aunque desolada— y Damiel no tiene conciencia de su historia porque no la tiene, porque está ligada a la historia de todos aquellos a los que ve, es blanca, es negra. Gris. Su espacio, que no es fijo, es igual.
Damiel no tiene tiempo, no lo hay ni para Dios, ni para los ángeles que son sus ojos. No hay ahora porque todo es para siempre, pero para Marion los años se sienten eternos al esperar por el amor, por alguien que la ame. El deseo de Damiel por ser ese alguien que la toque no cesa.
Transmutar lo que mi mirada sin tiempo me enseñó para sostener un vistazo. Lo logró.
Y entonces el ángel ya no lo es más, ahora puede sentir como siente Marion, puede tocarla, puede oler el café, prender un cigarrillo, percibir que su sangre es roja. Puede ver los colores de su tiempo y de su espacio. Ironías de la vida, hasta tiene un reloj en su muñeca izquierda para percibir el tiempo en minutos, horas, días, meses. Ese tiempo dulce, pero también doloroso conforme pasa y no se detiene.
“El tiempo cura, ¿y si el tiempo fuera la enfermedad?” La enfermedad que finalmente conduce a la muerte cuando ya no hay tiempo para nada más. Un mal sin cura, más que la vida misma.
Sobre el autor:
Marcela Reyes
Mejor conocida en los bajos mundos del internet como Marcemars. Escribe, edita, traduce, da consejos sobre conejos y pone ñoñerías en Escritorio Público. En los últimos meses le ha dado por preguntarse cosas sobre la muerte, el duelo y el dolor.