No es novedoso hablar de la permisividad que nuestra sociedad presenta por el moderno vicio a las imágenes. Si lo es, sin embargo, el intentar desmenuzar ese fenómeno para entender las implicaciones de estas actitudes en nuestro actuar diario.
Hoy es casi imposible desvincularnos de nuestras personas virtuales. Esas reducciones de nuestra personalidad son nuestro mayor desvelo y nuestra mayor obra. Nos hemos convertido en marcas, en reflejos y simplificaciones de nuestra propia esencia. Nos hemos ido poco a poco transformando en las mismas imágenes con las que intentábamos representarnos. El medio se ha vuelto el mensaje y el mensaje se ha perdido en el ruido y aglomeración de un torbellino de irrelevancias.
Las imágenes comunicaban más de mil palabras. Ahora son tan vacías como una hoja en blanco. Al transformarnos en un producto estático y unidimensional hemos aceptado el comercializar nuestro ser como una mercancía más. Algo delimitado, con características claras y cuyo valor se construye primeramente en lo estético.
La contradicción resulta obvia. Construimos nuestra propia estética en términos puramente plásticos y virtuales. El valor se reduce entonces a composiciones que evocan sentimientos pero que no comunican ninguna idea de profundidad mayor a un slogan. Esa estética entonces se vuelve anestesia de nuestra propia realidad. Somos espectáculo pasivo, reducción de momentos, voluntades e ideas en apariencia consumible.
La tecnología puede ser entendida, en términos muy básicos, como el poder que tenemos sobre la naturaleza. Ya sea en forma de fuerza, transformación o movimiento; el aparato científico nos ha permitido superar las limitantes físicas del hombre para enfrentar a un entorno cambiante, violento e inhóspito. En un plano más abstracto, esa aparente conquista de la naturaleza se puede interpretar como una apropiación del tiempo.
Al permitirnos tener herramientas y técnicas para transformar nuestro entorno de forma eficiente y productiva hemos ido ganando tiempo. El poder generar una réplica de una imagen con tan solo unos pocos segundos de enfoque de nuestros celulares hacen ver los retratos en pintura como algo no solo distante; sino casi ridículo.
La facilidad con la que podemos apropiarnos de un momento en plenitud mediante su transformación en imagen sin duda tiene que ver con nuestra presente adicción a éstas. Sin ahondar en las inquietudes filosóficas que desencadenan de las réplicas y reproducciones mecánicas de la realidad; si vale la pena analizar cómo esta sobre-oferta de medios para congelar el presente han afectado la noción temporal de nuestra persona.
Una experiencia ya no es suficiente. Esta desaparece y pierde todo tipo de relevancia si no es experimentada a través de los ojos de quiénes nos rodean en nuestra comunidad virtual y si no es cuidadosamente diseñada como una memoria para ser revivida en el futuro. La diferencia entre nuestro ser que experimenta y nuestro ser que recuerda fue explicada brevemente por Daniel Kahneman, quién menciona cómo ambas personalidades incluso chocan cuando se habla del ambiguo término de la felicidad.
En pocas palabras afirma que ahora las generaciones experimentan el presente como una memoria anticipada. Esta es la dualidad de la experiencia. La cuestión, aparentemente simple e inofensiva, reverbera de forma tenebrosa en las actitudes que acompañan esta dualidad y en los valores que una ética de imágenes representa en nuestra sociedad.
En primera sería sencillo afirmar que la tecnología disponible ha permitido que tanto nuestro ser que vive la experiencia interactúe de forma unísona con la parte que posteriormente recordará el momento. Sin embargo, sin ahondar en los mecanismos perceptivos del hombre; esa dualidad resulta imposible. La naturaleza del tiempo no nos permite experimentar dos tiempos en concierto. Hay pues una sola posibilidad y, por ende, una decisión de parte nuestra para elegir cuál de estos dos aspectos controlará la experiencia.
Lamentablemente en este torbellino de vida moderna la mayoría de las decisiones que tomamos en los niveles emocionales y de experiencia se completan como procesos automáticos reflejo de las actitudes mayoritarias de nuestras comunidades. No sorprende entonces que en bodas, conciertos, vacaciones o incluso en momentos tan aparentemente mundanos como una comida o una caminata; desenvainemos nuestros celulares y cámaras para grabar, fotografiar y filtrar todos esos pequeños momentos en un patético intento de salvaguardar una experiencia que inconscientemente estamos negando.
Pareciera entonces que el frenetismo de nuestras vidas ha permeado en nuestra capacidad de experimentar el presente. Estamos tan apurados y ocupados con el futuro que incluso los instantes de aquí y ahora resultan demasiado problemáticos y angustiantes. Sabemos que van a una velocidad relativa espeluznante y, del miedo, surge entonces la necesidad de intentar apoderarnos del tiempo y encapsular el momento en nuestras pantallas de cristal líquido.
Volver a observar aquella foto con filtro o ese video de pésima calidad de nuestra banda favorita tocando su mayor éxito en un genérico festival de música produce poco menos que extrañeza. Estudios confirman que el mecanismo de tomar fotografías y videos despreocupadamente para recordar puede, irónicamente, afectar negativamente la memoria de ese particular evento. ¿Qué nos queda entonces al haber negado el momento de la experiencia y a quedarnos con una imagen adornada de un instante que nos es difícil recordar? Tanto la experiencia como la memoria se ha vaciado de significado por lo cual la única redención de nuestra pobre decisión es aparentar lo contrario y generarle valía de forma artificial mediante la apreciación aparente en ojos de nuestras redes sociales.
Sin importar si hayamos vivido la experiencia plenamente, si la foto representa fielmente el momento o si el filtro aplicado es una justificación estética del vacío existencial que dio origen a esa reproducción; la imagen se comparte y reparte con la misma facilidad y la misma esencia inerte que la originó. Ese fragmento de irrealidad (o más bien, de realidad negada) se anexa entonces a la construcción de nuestra personalidad virtual como marca, mercancía y reflejo de consumo. Un consumo de experiencias vacías y la negación del presente.
Así, ligeros y huecos de cualquier interpretación significativa de ese momento, no nos queda más intentar reforzar reiterativamente esas mismas actitudes en una esperanza cruel de que esos momentos capturados sean significativos. Sorprende poco el círculo vicioso que este tipo de actitudes generan y la perpetua decantación de toda significancia en una vida que se va transformando más en un ensayo de diseño de memorias que de conciencia presente. Así, vamos por la vida tomando fotos y guardando recuerdos de presentes inexistentes, de engaños estéticos y futuros de vacío y rechazo. Vamos poco a poco consintiendo con la simplificación y reducción no solo de nuestra personalidad; pero de la existencia en sí.
Hay un raíz clara de todo esto. Una más profunda que la misma sociedad de consumo o las tecnologías derivadas de esta que han permitido solapar nuestra adicción a las ilusiones del recuerdo prefabricado. Los mecanismos han cambiado pero el angustiante temor al tiempo sigue siendo el núcleo de estas actitudes de negación.
La muerte, los ciclos, el tiempo y el significado. Al final todo vuelve a reducirse a las preguntas fundamentales, a las preocupaciones antiguas del hombre. Esa tecnología, ese control aparente que tenemos sobre la naturaleza es y seguirá siendo una infantil ilusión que se muestra en nuestros juegos paliativos de existencia. Somos las mismas creaturas indefensas ante el paso del tiempo, ante la ficción de la memoria y la incertidumbre del futuro.
¿Qué queda entonces? No hay más que ejercer decisión y conciencia de ese miedo; entenderlo y transformarlo. Negar la fugacidad de la vida y el conflicto temporal de experiencia y memoria no servirá nunca más que para ocultar y apaciguar un temor eterno. Es necesario apoderarnos del presente en su plenitud, banalidad e irrelevancia. La temporalidad, los presentes y futuros seguirán jugando con nuestras creaciones y nosotros seguiremos creando ficciones de nuestras memorias; pero si la vida no es apropiada en instantes entonces las únicas historias que podremos entrelazar seguirán siendo dos dimensiones, colores y filtros materializados en una imagen tan genérica como las que arroja Google al buscar representaciones de “felicidad”.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.