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Hace más de 100 años el país se vio envuelto en uno de los períodos más sangrientos y de mayor inestabilidad política y social en la historia de la nación. El 20 de noviembre es la fecha que elegimos conmemorar ese período año con año, dando vitoreo a los supuestos héroes revolucionarios que forjaron el México en el que nos tocó vivir. La verdad es que al día de hoy, poco parece haber cambiado.
Sin querer caer en sentimentalismos históricos o, por el contrario, apuntar las ironías de rememorar acontecimientos de hace un siglo que aún reflejan el accidentado proceso de formación del país; si es importante hacer énfasis en el contexto de un 20 de Noviembre como el que hoy estamos a punto de vivir.
El clamor del pueblo –ese pueblo minoritario con acceso a internet y a los medios masivos de comunicación- es de hastío y cansancio ante el agravio de los normalistas desaparecidos. Una tragedia que trae consigo un peso ya mayormente simbólico que de verdadero desprecio por el hecho violento en sí.
Aquí surgen entonces dos corrientes completamente opuestas –como es tradición de los juegos políticos modernos- y un eje común que reverbera en el contexto de muerte, violencia y caos que Noviembre materializa en su cotidiana naturaleza.
La primera habla de una indignación casi mecánica. Fuera de los familiares de los normalistas desaparecidos, la labor simbólica de falsa apropiación del sufrimientos de muchos de los indignados no es solo predecible, sino molesta. Habrá quien haya tenido la sensibilidad y la empatía para reflexionar esto más allá de otra gran emergencia que requiera posters, hashtags y marchas; pero la mayoría son los mismos inconformes que, cuál nómadas, emigran de crisis en crisis para explotarla acorde a su hambre ideológica, política o propiamente de ego. Así, a lo largo del desarrollo de este acontecimiento tan terrible, poco a poco nos dejarán el campo de ideas en el mismo estado de aridez que lo encontraron al tiempo que se movilizan al siguiente gran escándalo; sea real o creado.
La segunda corriente atiende a los que les ofenden las formas. Esos prístinos estetas de la oficialidad que se consideran ciudadanos modelo; apelando a la difusa moral de tradiciones, leyes y principios anticuados de buen comportamiento, orden y compostura. Son esos que prefieren reclamar la quema de una puerta a la quema de los estudiantes. Aquellos que encantan de escupir la gran falacia de nuestros tiempos –potencializada por un buen número de literatura de auto-ayuda- de que el cambio empieza por uno mismo.
Cuando desnudamos ambas corrientes nos topamos con el mismo absurdo en su estado puro e inalterado. La raíz de los insufribles comentarios y conductas de ambos perfiles de ciudadanos de opinión es la misma. El mismo núcleo podrido, blando, plano y vacío en perpetuo encarcelamiento consciente. Ambas exhiben el mismo fervor involuntario de asfixiar cualquier signo de pensamiento crítico.
No hay que equivocarnos, no en un momento tan grave, tan veloz y tan peligroso. Ahora que no podemos abrigarnos del frío que siente nuestra humanidad al ser despojada de toda justificación existente de sentido es cuando más despiertos tenemos que estar. Ese mordisco gélido de realidad en los huesos es de los pocos recursos con los que contamos para entender y re-entender la naturaleza y significado de la palabra Revolución.
La realidad nos está jugando sucio, muy sucio. La inercia de seguir en este infructuoso juego de reclamos, culpas, indignación y simbolismos es caer, de nueva cuenta, en el engañoso mundo de apariencias que nos ha hundido en esta barbarie moderna. No podemos sucumbir ante la hipotermia intelectual, espiritual y vital en un momento histórico tan importante.
El teatro del Estado es poco más que una burla. El que sigamos embobados con sus dramas, hábitos y espectaculares puestas en escena es poco más que vergonzoso. “Fue el Estado” reclamamos mientras en una cruel ironía exigimos a ese mismo Estado ilegítimo que transfigure en un poder lo suficientemente grandioso para curar la misma mezquindad con lo que lo formamos.
El crimen organizado se ha vuelto otro concepto estático más. Una palabra que de inmediato da carta abierta a nuestras cansadas mentes para evitar cualquier tipo de reflexión ante la multi-variabilidad de nuestro detestable presente. Hay un crimen organizado, y eso es razón suficiente para entender el –casi lírico- absurdo de nuestra maldita realidad.
Las palabras subrayadas son altamente ambivalentes, confusas y endebles. Sin embargo son pilares de todos los argumentos y pseudo-argumentos que potencializan el actuar del grueso de nuestro sector activamente participativo. Es importante entender estas contradicciones. Ser lo suficientemente humilde como para renunciar, no al espíritu de lucha e inconformidad, sino al círculo vicioso que nos hace alucinar que el país va a cambiar a través de los mismos mecanismos que lo tienen podrido. Es igualmente estúpido pensar que el gobierno, en cualquier nivel, tomará responsabilidad de nuestra precipitación colectiva al abismo; como el imaginar que si no damos mordida y nos portamos bien; en unos cuantos años el tejido social se regenerará por sí solo.
El día de hoy hay que salir a las calles, pero no para llenarlas de consignas repetitivas y vacías. No para gritar frases de mercadotecnia ideológica y de política compasiva. No para ofender a las instituciones con la misma violencia que nos obliga a refugiarnos en ellas. No para legitimar al Estado dándole la cara por los crímenes que este cometió. No para exigir infantiles nociones de justicia mal entendida, ni para expiar nuestra mediocridad moral en un acto simbólico de catarsis.
El día de hoy hay que retomar las avenidas del país con la misma fuerza y convicción con la que tenemos que retomar las avenidas de nuestra mente. Hay que salir para aceptar, con humildad, que el fracaso es colectivo y la justicia no vendrá desde fuera. Hay que marchar para encontrar el camino, el diálogo y la reflexión en comunidad. Hay que salir a enfrentar nuestra vulnerabilidad y retar las barreras de poder ficticias que se elevan por sobre las mismas apariencias de las que damos licencia en nuestro andar diario.
Así como la revolución comenzó el 20 de Noviembre y aún sigue sin terminar del todo; así tenemos que salir con la convicción que los únicos cambios rápidos son aquellos que se fuerzan a través de la violencia y cuyos espectros permanecen más allá de la muerte de cualquier ideal histórico.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.