La gente no cree en nada. No hay nada en lo que creer hoy […] Existe un vacío […] lo que la gente deseaba con más intensidad, es decir, la sociedad de consumo, se ha hecho realidad. Y, tal y como sucede con cualquier sueño que se hace realidad, queda una obsesiva sensación de vacío. De modo que buscan cualquier cosa, creen en cualquier extremismo. Cualquier despropósito extremista es mejor que nada […]. En fin, opino que hemos emprendido un sendero capaz de conducir a cualquier tipo de locura. Creo que la sinrazón que puede surgir de todo esto no tiene límites, además de ser muy peligrosa. Yo podría sintetizar el futuro en una sola palabra; y esa palabra es aburrido. El futuro será muy aburrido.
J. G. Ballard
Hemos dejado de mirar al cielo, de observar las estrellas y de buscar significado en el soplo del viento. Jamás habíamos estado tan seguros de nuestra supuesta superioridad como especie ante el mundo natural. Hemos subyugado la realidad misma y la forma en la que decidimos percibirla. Para efectos prácticos, nuestra divina ciencia ha resuelto todo lo que vale la pena resolver y lo que falta es mera cuestión de tiempo. Sabemos cómo funciona el mundo por lo que no nos queda más que vanagloriarnos en la sociedad de consumo que inconscientemente hemos generado.
Todo está aparentemente resuelto ya. Los deseos son realidades o ilusiones. Espejismos alcanzables mediante las artificiales libertades de una realidad digerida, estandarizada y mayormente bajo control. Jugar, estudiar y trabajar muy duro mientras seguimos las máximas de leyes, convenciones y tradiciones absurdas e inexplicables es todo lo que necesitamos hacer para cumplir nuestras fantasías más anheladas.
Nietzsche sabía que nuestro amor por el deseo siempre ha sido superior al objeto deseado. ¿Qué nos queda entonces ahora que hemos traicionado esa característica básica y vital de nuestra humanidad? Nada. Un vacío. Un nihilismo que finalmente nos alcanzó como sociedad y cuya burla mayor es la ironía de presentarse como la única significancia de nuestra modernidad.
¿Cómo explicar esa Nada eterna e infinita que ahora se ha vuelto puntual, cotidiana y terriblemente angustiante? La dificultad que presenta el nihilismo en cuanto a su descripción proviene de su estado dinámico y cambiante. Su naturaleza no es un concepto en sí; sino un proceso, un mecanismo que está en marcha bajo una temporalidad invisible.
El nihilismo es un instante supremo en dónde, contrario a lo que se podría pensar, confluye absolutamente todo. Es en esa presencia total en la que es posible visualizar el vacío. Ese vacío no se observa en tanto que se siente; pues es solo a través de las emociones podemos escapar al tiempo. En esa experiencia consciente de existencia se da la realización de que el nihilismo no deber ser explicado; sino entendido en el mismo sentido que se entiende un sentimiento.
¿Qué sentimiento identifica entonces el vacío de nuestra arrogante sociedad? El tedio, en su fenomenología moderna. Jamás habíamos estado tan aburridos en un mundo con tan aparente potencialidad. Ortega y Gasset ya lo expresaba con precisión:
Vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva. (1)
Las consecuencias de este estado tan literalmente deprimente son múltiples y complejas. Tanto en la ética como en la estética hemos vaciado de significado y trascendencia a cualquier experiencia humana, artística y moral. Es entonces cuando los excesos se vuelven fascinantes. La transgresión de límites superficiales es nuestro opio moderno. Somos adictos a las imágenes de falsa libertad, a observarnos como rebeldes de causas que no conocemos ni por accidente. Entes creativos cuya sensibilidad es el reconocer lo culturalmente relevante en una sociedad dónde la cultura se ha masificado como una marca de refresco más.
Todos jugamos a ser artistas sin entender lo humano de una verdadera experiencia estética. La emancipación creativa es una inerte superposición de imágenes que interpretamos como significativas. Pero pronto nos encontrarnos nuevamente con ese profundo vacío, con ese desgastante tedio, con un inmenso aburrimiento ante la potencialidad insatisfecha de una generación históricamente ignorante y socialmente miope.
Nos perdemos en vicios banales y destructivos de forma casi inconsciente. Buscamos la emoción de un sentimiento puro en los extremos de una vida de la cual nos sentimos merecedores y supremos soberanos. Ignoramos voluntariamente el contexto de nuestra existencia asumiéndonos herederos de un presente construido mayormente en circunstancias que jamás nos preocupamos en procurar.
Cuando nuestros compromisos sociales, nuestro trabajo, nuestra familia y nuestras religiones nos reclaman lo infantil de estos excesos, ahogamos esta incomprendida culpabilidad en rituales de reivindicación tan vacíos como todo lo demás. Convivimos con gente que detestamos, trabajamos en oficios que nos desgastan, cumplimos con una familia que no conocemos y nos damos golpes de pecho ante instituciones y credos que jamás hemos profesado. Así, sofocando el ligero fuego de la angustia mediante arrepentimientos absurdos, nos sentimos nuevamente tranquilos para seguir auto-destruyéndonos en un nihilismo verdaderamente destructor.
No todo está perdido aún; pues ese mismo abismo también alberga la contraparte, el gemelo de ese nihilismo pasivo e inerte. En un rincón de aquella oscuridad conversan la angustia, la melancolía y nuestra olvidada razón histórica; ahí en dónde la naturaleza aún reina suprema y dónde los sensibles no se avergüenzan en aseverar que el Universo seguirá siendo un misterio es dónde está la chispa que puede hacer arder nuestra marchita sociedad.
(1) José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Colección Austral, 2010, p. 102
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.