Podemos incluso penetrar el error de un ser, desvelarle la inanidad de sus designios y de sus empresas; pero, ¿cómo arrancarle a su encarnizado apego al tiempo, cuando esconde un fanatismo tan inveterado como sus instintos, tan antiguo como sus prejuicios? Llevamos en nosotros, como un tesoro irrecusable un fárrago de creencias y de certezas indignas. Incluso quien llega a desembarazarse de ellas y a vencerlas permanece, en el desierto de su lucidez, todavía fanático: de sí mismo, de su propia existencia; ha humillado todas sus obsesiones, salvo el terreno en el que afloran; ha perdido todos sus puntos fijos, salvo la fijeza de la que provienen.
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