Hay momentos en que todo parece congelarse. Repentinamente la existencia se convierte en una hoja en blanco, sin líneas, márgenes o referencias. El sentir se esfuma y con él, el tiempo. Observar un reloj pierde entonces sentido.
8:32: Un código, tres números y dos puntos. Así, sin marco contextual, referencia o intención; nos hemos apropiado de un momento. Si observamos detenidamente la silueta de esos números concentrándonos en su superficialidad estética; cabe la posibilidad de caer enamorado ante una ilusión de arte.
Blanco y negro; como haciendo referencia a su misma naturaleza incierta. El 8, como recordatorio del infinito. El 3 y 2 como números cotidianos secuenciados en orden descendente. Simbolismos ocultos –y simulados- que pueden volverse evidentes una vez explicados. He (-mos) congelado el tiempo. Me apoderé de un momento, lo saqué de su frenetismo temporal y así, esterilizando su esencia, lo exhibo desnudo e indefenso.
Le arrebate su eternidad y lo volví estático, inmóvil, inerte. A la eternidad no le robé nada; pues lo que capturé fue si acaso un fragmento del momento infinito del todo. Fuera de sí, sigue sin haber nada. Dentro, únicamente di origen a una bifurcación más en el laberinto de luz que llamamos existencia.
Si se compartiera este momento con la pretensión de ocultar sus inofensivos vacíos; sería posible capitalizar nuestra manía de buscar significados e intenciones mediante esta simulación de arte. Hablaríamos entonces de una devastadora alegoría moderna. Esa misma alegoría que he explicado más de una vez en quejas disfrazadas de poemas.
La visión del 8:32 es reconfortante, como lo es la visión de una nota de violencia o de economía en nuestras burbujas de frenetismo cotidiano. El observar el espejismo mencionado es tranquilizador ya que se observa una imagen, una composición, una vitrina. Se asume entonces una supuesta profundidad creativa en el envase de un instante arrebatado al todo. Podría entonces disfrazar su irrelevancia con retórica igual de banal; así como hacemos con nuestros intentos de justificar la pequeñez de nuestros actos. Así, sin superar la esfera del ¿para qué? podríamos justificar la existencia del 8:32 como un placebo artístico.
Sin embargo, de la misma manera en que el 8:32 es materia inerte, sofocada y estática; así son nuestros discursos y espejismos de supuesta relevancia. El 8:32 no es más que otro concepto sacado de su realidad y aislado, para análisis, en un paréntesis temporal que lo vacía de vida y contundencia cada segundo que permanece alejado del momento histórico que le dio origen. Y aun así nos empeñamos en utilizar, reciclar y abusar de una multitud de 8:32s para elaborar construcciones falsas de nuestra existencia. Para significar los estandartes caducos producto de la misma replica conceptual que desemboca del deporte académico de entubar ideas en salmuera.
Los 8:32s de la vida diaria nos hablan sin emitir sonidos, palabras o emociones. Y nosotros, hipnotizados en su poderoso arreglo blanco y negro, su voluminosas letras y su familiar fuente; atendemos de lleno a la indicación que nos dan. Nos dejamos llevar sin cuestionamiento alguno por la indicación, artística, de una hora que no corresponde a la realidad. Así, con el peso de la imagen, vamos todos clamando las 8:32, aún y cuando realmente sean ya las 12:07.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.