Yo no sé en qué creo, ni dónde tengo puesta mi fe. Bueno, con certeza puedo decir que creo en la duda. Creo en ella como derecho, y la ejerzo como al amor: todos los días.
Desde siempre me enseñaron a creer en un Dios. Sí, así, católico y con mayúsculas. Los de las otras religiones siempre fueron de otra categoría, así que esos no importaba cómo se escribieran. Eso fue lo que me enseñaron en mi casa, y esa era mi certeza. Y luego no sé qué pasó. Luego ya no supe a quién o a dónde. Sólo había, y hay duda.
Pero en esto es en lo que sí creo:
Creo en mi mejor amigo, mi hermano mayor, que es sacerdote. Padrecito, le digo para burlarme de él. Creo en él porque es compasivo y porque puedo hablar de absolutamente todo con él. Sí, todo. Y sé, con certeza, que cuando le cuento cualquier drama, no me juzga, ni me señala, ni piensa que soy una pecadora. Porque me ha enseñado que está bien dudar, que está bien cuestionar y nunca conformarme con las respuestas tajantes de la gente. Con el nada es blanco o negro, siempre hay matices.
Creo en el collar/rosario que me regaló mi papá. Me lo pongo todos los días, no importa a dónde vaya o con quién. Pero creo en él porque es un recuerdo de mi padre, no porque tenga poderes mágicos o porque me vaya a hacer un milagro.
Creo en mi padre porque me enseñó a pensar con el corazón. Me enseñó a dar y a dar. Cada que me decía: "Prefiero que me juzguen por pendejo, que por avaro", me enseñaba que estaba bien ayudar, que era necesario hacerlo.
Creo en que soy igual a él en versión mujer. Y con eso vienen una serie impresionante de complicaciones, entre ellas ser optimista por naturaleza, y nunca creer que todo está perdido.
Sobre el autor:
Marcela Reyes
Mejor conocida en los bajos mundos del internet como Marcemars. Escribe, edita, traduce, da consejos sobre conejos y pone ñoñerías en Escritorio Público. En los últimos meses le ha dado por preguntarse cosas sobre la muerte, el duelo y el dolor.