Podemos incluso penetrar el error de un ser, desvelarle la inanidad de sus designios y de sus empresas; pero, ¿cómo arrancarle a su encarnizado apego al tiempo, cuando esconde un fanatismo tan inveterado como sus instintos, tan antiguo como sus prejuicios? Llevamos en nosotros, como un tesoro irrecusable un fárrago de creencias y de certezas indignas. Incluso quien llega a desembarazarse de ellas y a vencerlas permanece, en el desierto de su lucidez, todavía fanático: de sí mismo, de su propia existencia; ha humillado todas sus obsesiones, salvo el terreno en el que afloran; ha perdido todos sus puntos fijos, salvo la fijeza de la que provienen.
La vida tiene dogmas más inmutables que la teología, pues cada existencia está anclada en infalibilidades que hacen palidecer las elucubraciones de la demencia y de la fe. El escéptico mismo, enamorado de sus dudas, se muestra fanático del escepticismo. El hombre es el ser dogmático por excelencia; y sus dogmas son tanto más profundos cuando no los formula, cuando los ignora y los sigue. Todos creemos en muchas más cosas de las que pensamos, abrigamos intolerancias, cuidamos prevenciones sangrantes y, defendiendo nuestras ideas con medios extremos, recorremos el mundo como fortalezas ambulantes e irrefragables. Cada uno es para sí mismo un dogma supremo; ninguna teología protege a su dios como nosotros protegemos a nuestro yo; y este yo, si le asediamos con dudas y le ponemos en cuestión, no es más que por una falsa elegancia de nuestro orgullo: la causa está ganada de antemano.
¿Cómo escapar al absoluto de uno mismo? Habría que imaginar un ser desprovisto de instintos, que no llevara ningún nombre y a quien fuese desconocida su propia imagen. Pero todo en el mundo nos repite nuestros rasgos; y la misma noche nunca es bastante espesa para impedir que nos miremos. Demasiado presentes a nosotros mismos, nuestra inexistencia antes del nacimiento y después de la muerte no influye sobre nosotros más que como idea y sólo unos pocos instantes; sentimos la fiebre de nuestra duración como una eternidad falsificada, pero que sin embargo permanece inagotable en su principio. Está todavía por nacer quien no se adore a sí mismo. Todo lo que vive se aprecia; de otro modo, ¿de dónde provendría el espanto que hace estragos en las profundidades y en las superficies de la vida? Cada uno es para sí el único punto fijo en el universo. Y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida. Ninguna crítica de ninguna razón despertará al hombre de su «sueño dogmático». Podrá quebrantar las certezas irreflexivas que abundan en la filosofía y sustituir las afirmaciones rígidas por otras más flexibles, pero, ¿cómo, por un método racional, logrará sacudir a la criatura, adormecida sobre sus propios dogmas, sin hacerla perecer?
Extracto de "Brevario de la podredumbre" de Emil Michel Cioran