Somos conscientes de nuestra edad. El mundo está encargado de recordarnos mediante mensajes sutiles, y otros no tanto, de la etapa en la que nos encontramos. Hay indicaciones; sin embargo, cuyo peso se siente más que otras.
Los achaques de la edad, el cansancio, el metabolismo lento, los patrones de salidas nocturnas, etc. Más entre todos ellos hay uno que hace resonar los ecos del tiempo de forma muy particular: el toparse con gente más joven que uno. No hay nada más efectivo en recordarnos el tiempo que ha transcurrido en nuestra vida como observar a otros en una etapa previa a la que nos encontramos.
Dependiendo del tamaño del abismo generacional y los complejos propios, esto puede ser refrescante, aterrador o mayormente irrelevante. Nuestra empatía con esas personillas menores también depende en gran medida de cada quién; pero los sentimientos de nostalgia mal direccionada suelen ser comunes.
Recuerdo particularmente hace algún tiempo en la fiesta de cumpleaños de un amigo algunos años menor (edad en dónde algunos años todavía representan una brecha considerable) cómo al observar el frenetismo de su festejo y la algarabía que representaba llevar la borrachera hasta las últimas consecuencias me sentí tanto extrañado como nostálgico. El festejo continuó y terminamos en la residencia de uno de sus amigos. Ahí, al avanzar la madrugada se fueron agotando los últimos indicios de inhibiciones y limites; complementados obviamente por la incapacidad de acción y decisión que el alcohol (catalizador primario de estupideces) permite. En la confusión de la noche y bajo el velo de la música observé como una pareja entró torpemente a una habitación al tiempo que hacían evidente la tensión sexual entre ellos. Fue en ese momento que me pegó.
Sentí por un instante que ese tipo de noches, ese tipo de actitudes y comportamientos se encontraban años atrás. La intencionalidad y significancia de eventos como aquel eran inconcebibles a estas alturas. No sentía ni aversión ni deseo a ejercer la peculiar libertad de aquella pareja alcoholizada; pero si sentí un leve vacío existencial. Ese que deja un hueco ínfimo, pero necesario para reacomodar el resto de mis preocupaciones (in)trascendentales.
Me quedé un momento en silencio imaginando lo que pasaba por la mente de esos compañeros de vida más jóvenes y, saboreando mi bourbon con coca, me quede pensativo mientras escuchaba las risas de un trío de borrachos intentando cocinar un “almuerzo” en la cocina integral de aquel departamento.
En ese momento, como si el mismo espíritu del tiempo fuera el Dj, comenzó a sonar Afterhours de We are Scientists. El hilo conductual de mis reflexiones de fiesta se cortó de tajo y el collage de emociones que sentí en ese momento alteró de forma importante la percepción temporal de mí ser.
De toda esa aglomeración de sentimientos el primero que pude identificar fue una necesidad absurda de renunciar a toda ilusión de madurez y autodestruirme mediante un frenético esfuerzo de elevar el nivel de la fiesta en estas primeras horas de la madrugada.
Antes de que esa negación de mi edad se asentara, la siguiente emoción identificada tenía que ver con una justificada nostalgia al escuchar una canción que evocaba recientes (pero pasadas) etapas de desentendimiento y ligereza similar a la que vivían los asistentes de esta fiesta. Ayudaba, por supuesto, la temática y pegajosidad de la canción. Time is nothing… repetía una y otra vez el coro de aquel sencillo.
¿Es realmente nada? ¿Será acaso que mi renuencia y mis consideraciones “maduras” son tan solo una necedad propia construida de los escombros de nuestra sociedad de referencias temporales?
Entre el resto de las emociones me encontré con ansiedad, ligeras ganas de bailar, un leve recuerdo de resacas anteriores y la añoranza de ser aquel joven que encontraba una pareja fugaz en su borrachera para enamorarse de ilusiones y despertarse en un desierto lejos de aquel oasis de espejismos.
La canción terminó y con ella disminuyó la inestabilidad de mi psique emocional. Entonces me di cuenta de una gran revelación. La música está hecha para jóvenes. No hay indicador más real de la edad que la desconexión de la sonoridad y letra de temas de otras generaciones. Los músicos son una irregularidad del cosmos; son voces inmanentes de la eternidad. Sus canciones hablan desde un anhelo de atemporalidad. Son suplicios de juventud, de futuros no escritos, de potencialidad existencial.
Esos sonidos y esas líneas dejarían de tener sentido en algunos años.
Time is nothing….
No one has the guts to shut us out…
Say that you’ll stay…
We are all right were we supposed to be…
Entendí entonces que a partir de esa noche, esa canción le hablaría únicamente a una dimensión inexistente de mi ser. A un instante cuyo último aliento de existencia lo dio tras finalizar ese trago de bourbon con coca.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.