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A los fantasmas no se nos permite estar cansados. O más bien no se nos permite utilizar esa excusa. Cuando el clima se encuentra todo fuera de balance y loco a nosotros es a los primeros que nos echan la culpa. ¡Bah! Que nos queda si no es jugar un poco… la eternidad tiende a volverse un poco aburrida, de eso no hay duda. Pero deja te platico un poco más sobre nosotros, verás que no te la vas a pasar mal de este lado. Nada peor que el mundo de allá arriba, eso si te lo puedo asegurar. Cuando tenía tu edad… bueno, no tu edad, porque no sé exactamente cuántos años tienes y pues yo no recuerdo tampoco cuantos años tengo ya; o cuantos años tenía cuando se supone tenía la edad que ahora tú tienes. Aunque técnicamente ya no la tienes porque estás muerto, pero algo de años debiste tener, el caso es que ahora tenemos tiempo de conversar.
Los fantasmas gustan de una elocuente conversación al igual que tú o yo. En su libre confluir a través de los canales del mundo y los sueños acostumbran también reunirse a platicar sobre las irrelevancias de un Universo carente de sentido. Son especialmente buenos en comprender la insignificancia del todo; por ello son bromistas natos e ilusionistas de la más alta categoría. Platican acerca de la manera más divertida de engañar a los humanos. Gustan hacerlo con sueños, con música y con espejismos; pero la mayoría encuentra en las memorias el vehículo perfecto de la ilusión.
Las memorias son fantasmas que se encuentran dentro y fuera de nuestra mente. Se confunden con lo onírico y la añoranza de futuros perdidos. Se hacen presentes cuando se habla de ellas, cuando se reviven momentos e instantes que han quedado olvidados por el tiempo. Son lágrimas que se derraman por tiempo pasados, son risas tímidas de recuerdos confusos, son melancolía pura y estética de existencia.
Cuando los espíritus conversan lo pueden hacer por segundos o por siglos enteros. El tiempo, al ser un fantasma también, no tiene efecto ya sobre estos entes. Ríen, muchas veces, al observar nuestro cansancio, nuestro frenetismo y nuestra obsesión con la fugacidad de momentos incomprendidos. Otras veces hablan sobre los perros que se pierden en la calle, sobre los posters que se pegan ofreciendo recompensas y sobre los nombres absurdos que reciben las mascotas. Hay veces que discuten sobre el clima, aunque para ellos es un tema mucho más emocionante. Hablan sobre por qué los espíritus de las estaciones y el viento han perdido el encanto a los patrones y ahora hace lo que les plazca con las corrientes de los océanos.
Los fantasmas también gustan de hablar de ellos mismos. Han olvidado al mundo de los humanos pero no sus sentimientos. Aunque comprenden su colectividad y eterno devenir mucho mejor que nosotros, son seres fragmentados también. Hablan de amor, de libertad, de justicia; pero en un sentido que no podríamos comprender. Son narcisistas y superficiales, pero lo son porque los ríos de conciencia no permiten nada más.
Ellos han olvidado el cansancio y han aceptado la eternidad. Prefieren por ello hablar con preguntas. Eternas y constantes preguntas. Largas, cortas, coherentes y muchas veces sin sentido. Al tener al infinito delante no les queda más que entretenerse en cuestionamientos eternos. Ellos tampoco comprenden del todo la voluntad del Universo y su manifestación; sin embargo existen en esa misma grandiosa coincidencia que comparten con nosotros. Saben, al menos, que nada es fortuito.
Los fantasmas no hablan de imágenes, pues estas les son invisibles. En su etérea naturaleza no comprenden los juegos de colores que solo nosotros observamos. Ellos sienten la creación en el sentido de la esencia de las cosas. No requieren observar, ni escuchar, ni oír; pero si hablar. También les da sed de expresión, pues es solo mediante esta que pueden manifestar esa voluntad universal que no comprenden.
Los fantasmas no hablan entonces con palabras, sino a través de ellos mismos. Para ellos todo es una sola cosa, pero no la misma cosa. Así como nosotros sentimos nuestras manos, nuestro cabello y nuestro cuerpo que sabemos es uno pero no uno solo, ellos sienten la totalidad del espectro de existencia; y así como nosotros expresamos deseos a nuestro cuerpo, ellos conversan de todo esto en su peculiar infinidad.
Por ello sus pláticas nos confunden cuando éstas penetran en nuestros sueños, en nuestras visiones, en nuestras ideas y en nuestro sentir. Sus conversaciones son nuestra existencia; sus risas nuestros sonidos; sus llantos nuestros tormentos; sus angustias nuestros miedos. Pero hemos olvidado cómo escucharlos. Tememos terriblemente a sus palabras; nos aterra lo parecido que son a nosotros y, al no conocer que hay detrás de las puertas dónde habitan, preferimos ignorarlos.
Ellos también se han alejado de nosotros, huyen al ruido excesivo de nuestro presente. Se esconden en dónde el silencio aún habla, dónde el viento juega y las gotas de lluvia componen profundas melodías. Algunos se han refugiado en la torre invisible que lleva a la luna, otros entre las cuevas y sus ancestrales rocas. Muchos se encuentran en el tope de las montañas, dónde la fertilidad aún reina. Otros vuelan al lado de las nubes, retumbando en los cielos y cargando de colores el panorama. Los más inquietos fluyen con el fuego, con el carbón, las chispas y el viento. Otros más tranquilos habitan los ríos, mares y océanos. Los más desesperados han huido lejos, se han convertido en cometas, estrellas y galaxias enteras. Ella era así. La tierra también fue un fantasma.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.