El sol ya comenzaba a ocultarse, eran casi las 6 de la tarde. A esa hora Don Cuco regresó de un paseo al Pueblo Fantasma y a esa hora se animaron a bajar al desierto.
Eran un grupo de cuatro, tres eran amigos del trabajo. Claudia y Alex eran novios. Motoi era una chica de Japón que estaba en el país por unos meses. La conocieron en un bar la noche anterior. Estaba en México haciendo una investigación relacionada con la industria automotriz. Fernando ya había estado en Real antes. A todo mundo le platicaba su experiencia con Hikuri, como lo llaman los huicholes.
-Oiga Don Cuco, ¿pero no es muy tarde ya? Si quiere bajamos mañana- le comentó respetuosamente Fernando.
-Nahmbre, si justo ahorita está mejor. De volada bajamos y volvemos ya cuando empiece a anochecer.- contestó Don Cuco, emocionado de tener un viaje más ese día.
Ninguno de los cuatro conocía a Don Cuco y él no los conocía a ellos. A Fernando le habían pasado el contacto. Se lo recomendó su amigo Federico, les dijo que era de confianza y así lo creyeron.
En unos minutos ya estaban subiéndose a los caballos. El de Alex era el “Parrandero”. Claudia se subió al “Cacahuate” y Fernando al “Bucanero”. Nadie recordaba el nombre del caballo de Motoi.
-El Bucanero se sabe el camino con los ojos cerrados, está bien al tiro- les dijo Don Cuco. Juan, otro caballerango de la zona, los acompañó también.
Así comenzaron a bajar la Cuesta de los Arrepentidos. Don Cuco les mostró la Cara del Diablo, el Pueblo de los Catorce y la Torre que se levanta imponente en el cañón. Todo eso mientras cabalgaban, orillándose en ocasiones para dejar pasar los Willis y las cuatrimotos de los turistas.
Ya cuando habían terminado de bajar la cuesta, Don Cuco les preguntó si querían ir al desierto para probar peyote. Todos contestaron que sí.
Alex jamás lo había probado, pero estaba seguro que la gente exageraba sus historias. No le veía nada de espiritual a un cactus del desierto. Alex siempre se había considerado una persona centrada, y lo era. Tenía un trato excelente con sus amigos y compañeros. Una persona competente, comprometida y muy aterrizada. Era muy curioso también. Solo los curiosos van al desierto.
Claudia no sabía en absoluto que esperar. Estaba emocionada pero no sabía por qué. Ella es una persona feliz, muy carismática, dinámica e inquieta. Algo infantil dirían algunos; pero nunca tonta, nunca ingenua. La verdad es que tenía algo de miedo, pero Alex le daba mucha seguridad. La confianza de su novio la hacían sentir un compromiso con esta expedición a lo desconocido. Ella es católica, pero últimamente no encontraba sentido de muchas cosas. Había estado pensando sobre la Iglesia, sobre la naturaleza, sobre la existencia en sí y de repente ya nada tenía aquel sentido total y estable que sus padres les habían mostrado mientras crecía.
Motoi estuvo en silencio casi todo el camino. Más que el peyote o el desierto, le ponían nerviosa los caballos. Cada que el suyo aceleraba, apretaba fuertemente las riendas y sentía sobresaltos en su corazón. Don Cuco trataba de relajarla, pero su personalidad aprensiva no la dejaban pensar en otra cosa. Lo único que le interesaba era llegar al desierto para bajarse y caminar por su cuenta.
Fernando iba pensativo. Alex y Claudia platicaban con él y respondía, pero fuera de eso casi no dijo nada. Eso sí, hablaba bastante con Don Cuco, como que queriendo conocerlo, queriendo saber quién era. No era que desconfiara, simplemente quería entenderlo. Fernando también pensaba en la planta. Estaba ansioso, pero emocionado de probarla de nuevo. En esta ocasión llevaba una ofrenda, un pequeño Ojo de Dios para dejárselo a Hikuri y al desierto. Fernando había sido católico también. Ya no era desde hace algunos años. No profesaba religión alguna, pero se sentía muy cercano a la naturaleza. Me dijo que todo lo que había razonado fue lo mismo que le dijo la planta la primera vez que la probó:
Todos somos uno solo, pero no somos uno mismo.
Don Cuco les platicaba sin parar y de forma muy alegre y muy amena. Había dejado la bebida desde aquella ocasión que consumió peyote por primera vez.
-“El regañito”, así le llaman los huicholes- les platicaba Don Cuco- Y sí hombre…. Nomás se lo come uno y ahí andas viendo toooodo mano, todo lo que las has regado. Antes tomaba mucho Fer, un montón, pero ahora, desde que tengo al equipo de bicicleta con los chavos, me ocupo todo el rato en eso.
Alex lo escuchaba con atención, pero no le creía del todo. Era un tanto escéptico. Sentía que el testimonio era parte del paseo. Claudia le preguntaba bastantes cosas y se reía con la misma alegría que ella contagiaba. Así pasaron un par de horas hasta que llegaron al desierto.
Don Cuco y Juan les ayudaron a bajarse de los caballos y acto seguido se fueron a buscar peyote. Fernando sabía exactamente que buscar; pero no podía ver ninguno. Alex tampoco parecía encontrar nada. Claudia y Motoi buscaban juntas pero no tenían idea de cómo o dónde encontrarlo.
-Uhh no maches Fer, aquí hay uno grandotote, ¡ven para que lo veas!- le gritó Don Cuco.
-Hijoles… no lo veo Don Cuco, ¿dónde mero?
-Ahí, debajo de esas ramitas. Son tres, son una familia.
Fernando sabía cómo era la planta y sabía dónde estaba apuntando Don Cuco pero no veía nada. Se empezó a preocupar. Dicen que cuando la planta no te quiere recibir, se oculta ante tus ojos. Motoi y Claudia si la vieron de inmediato; y cómo por arte de magia, las dos empezaron a encontrar la planta por todos lados. Alex y Fernando no tuvieron la misma suerte.
Pasó un tiempo y volvió Don Cuco con una buena cantidad de peyotes cortados. Casi todos pequeños. Fernando, al no tener éxito en encontrarlo pensó en no consumir. Dejó su ofrenda en el que le había mostrado Don Cuco y realizó una pequeña reflexión en silencio. Sin embargo, Don Cuco insistió, había traído suficiente para todos.
Alex sabía que no podía irse sin probarlo. Le habían platicado muchas cosas y tenía que comprobar si todo eso era cierto o no. Motoi solo comió un poco. Claudia fue un poco más entusiasta de la invitación de Don Cuco. Fernando, al final, también comió peyote.
Sentados en el desierto, comenzaron a platicar un poco al tiempo que se ocultaba el sol en el horizonte frente a ellos. La vista era hermosa. Para el segundo peyote, Fernando observó que justo dónde su pie apuntaba estaba enterrado uno muy grande.
-No maaaanches Fer, andas con todo- le dijo Don Cuco- ese te lo tienes que echar, es el tuyo.
Fernando, ya un poco más en relajado, accedió.
Pasaron un tiempo más comiendo el resto del peyote y algunas naranjas cuando Juan y Don Cuco dieron la indicación de qué había que regresar. Ya estaba anocheciendo. Cada quién tomó su caballo y comenzaron el arduo viaje de regreso.
Motoi se sentía mucho más tranquila, incluso feliz. No podía ocultar una ligera y tierna sonrisa en su rostro. Claudia estaba muy contenta también, casi eufórica. Platicaba mucho con Don Cuco y con Alex. Se reía bastante… de todo. Alex estaba en silencio, casi no decía nada. Su semblante era también relajado, pero más como ido, absorto en sus pensamientos. Fernando tampoco decía mucho, más que cuando le preguntaban algo. Iba; sin embargo, con una postura firme y los ojos bien abiertos. Don Cuco prefirió no molestarlo ya que parecía concentrado.
Todos vieron muchas cosas en ese momento, pero nadie las compartía abiertamente. Era todo muy extraño. Agradable y sorprendente a la vez. Motoi era la menos afectada, pues casi no había comido de la medicina; pero aun así se sentía en equilibrio, en paz. Lo que más le extrañaba era sentirse así… cómo espiritual. Hace mucho no sentía eso, no desde los años en que sus abuelos la llevaban al templo. Sentía como si fuera una con el caballo y con todo lo demás. Estaba a gusto con ese animal que hace un momento le producía miedo y nerviosismo. Fernando le había platicado algunas cosas el día anterior y parecía que todo era verdad. Una frase en especial comenzó a resonar dentro de ella:
Nada es fortuito, al menos no en su generalidad de existir
Alex se sentía algo tenso. Todo le daba vueltas. En su desafío involuntario había consumido más de lo que pensaba. –Esto es muy extraño- pensaba para sí. Nada de lo que sentía cuadraba con sus expectativas y mucho menos con su visión de la realidad. –Tiene que haber una explicación- se repetía, sin saber realmente que era lo que quería explicar. Al voltear a ver a Claudia y verla sonriente y risueña se tranquilizaba; sin embargo sentía un llamado hacia ella, una angustia leve. Sentía que tenía que abrirle camino, que tenía que protegerla de lo que estaba adelante; lo que fuera que estuviera ahí. Cerraba los ojos y veía muchos rostros o, más bien, siluetas de ellos. Uno de estos era de una dama con una mirada muy profunda. Le dio miedo y volvió a abrirlos. Pensó para sí:
El tiempo es un demonio con rostro de mujer y de momento no sé cuál es su lugar en el todo. Desconozco su propósito.
Claudia seguía extasiada. Aunque ya comenzaba a oscurecer podía observar una claridad de colores impresionante. La tierra que antes solo se veía café, ahora resaltaba con colores rojos y morados. Las piedras que habían pasado hace horas ahora brillaban con tonos azules y verdes. El viento en la cara le daba energía y el sonido del agua corriendo la llenaban con una necesidad incontenible de sonreír. Sentía que estaba en el preciso momento y lugar dónde tenía que estar. Al observar los árboles y arbustos del camino, por momentos sentía que esas plantas tenían millones de años. En su momento pensó que estaba viendo una imagen, una foto de Real de Catorce cómo era en tiempos prehistóricos. Se transportaba del hoy al ayer y al mañana como si todo estuviera en un solo lugar. En momentos sentía que podía llorar con la belleza de las cosas. Pensó entonces:
Quiero ser mensajera de la naturaleza; es la única forma en la que puedo pagarle por todo lo que me ha dado.
Fernando poco a poco se había relajado. Iba tranquilo, pero más que todo iba cansado. Al cerrar los ojos veía letras en lenguajes extraños. Veía muchas chispas de colores, cómo cuando uno abre y cierra los ojos rápidamente tras mirar fijamente una luz. En momentos las luces se hacían como milpas de maíz, después esas milpas se transformaban en serpientes. En otras tantas ocasiones las chispas se acomodaban en patrones similares a los que hacían los Ojos de Dios y las chaquiras en las artesanías Huicholes. Verdes, rojos, morados, azules, negros, amarillos y blancos. Fernando sentía que podía dejarse ir, que todo estaba resuelto ya, que el caballo lo llevaría a su destino y él no tendría nada de qué preocuparse. Momentos después sintió que eso estaba mal. Se dio cuenta que desde hacía un tiempo se había dejado llevar por la vida, por la inercia, y que ahora estaba haciendo lo mismo. Despertó. Abrió los ojos y los mismos colores que veía en la oscuridad de su mente ahora saltaban a la vista con el galopar de los caballos. Todo tenía pequeñas chispas de vida, chispas de voluntad.
Hemos pedido el nacer, somos la voluntad actual y real del existir.
El Universo quiere existir, por eso todo es, desde las rocas hasta las almas.
Todo, por el solo hecho de ser, tiene una voluntad hacia la existencia.
La noche cayó y finalmente llegaron a la cuesta de los arrepentidos. Prácticamente no sé podía ver nada al frente. Había que confiar por completo en los caballos. Había llegado la noche. Ninguno estaba listo para la noche. Sus conceptos, sus expectativas, sus creencias, sus sentires y delirios; todo estaba en proceso de cambio. Pero ahora vendría el miedo. El miedo y la desesperación…
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.