Que sentimiento tan maravilloso es el terror verdadero. Imagina ese miedo incontrolable; pero comprensible… asimilable. No hablo de la sola angustia de correr peligro; pues ésta es demasiado fugaz para saborearse. Tampoco me refiero a esa preocupación por una incertidumbre incontrolada o un egoísta e infantil estrés.
El verdadero espanto al que me refiero es ese que parece invisible al tiempo que corroe el alma y aplasta el corazón. Ese punto en el que el terror es tan angustiante y abrumador que no queda más que encontrar la salida en algo igual de sobrenatural.
Cuando la oscuridad se funde con la confusión verdadera; cuando no es posible ni siquiera razonar la situación; cuando comienzas a divisar la frontera que separa la sanidad de la locura; cuando ni siquiera el cerrar los ojos ofrece un descanso; cuando no se tiene la capacidad para pensar en que las cosas no van a salir terriblemente mal. Ese es el verdadero sentimiento de vacuidad total.
Un vacío mudo que absorbe todo a su alrededor como un agujero negro que se expande en la infinidad de nuestro espacio interior. Una pesadez que hunde consigo todos aquellos pensamientos más ligeros. Una bufanda hecha de la pesada tela de la noche, la cual no ahuyenta el frío; sino que lo resguarda en nuestro interior mientras te sofoca con el calor que absorbió de ti.
El terror aquel que se alimenta de un deseo verdadero de morir. Dónde la misma certidumbre del fin es entonces el único consuelo, la única esperanza. Esa nube densa y maligna que se posa sobre la enloquecida luna y su rojo palpitar. Aquel horror que arrebata fe en la lógica y lo real. Que hace parecer lo imposible perfectamente factible. Ese sentimiento que nos hace creer sin argumentar sino drenando nuestra voluntad de dudar con la inevitabilidad de su presencia.
Ese sentir es hermoso por sublime, por poderoso, por innegable. Es sublime por verdadero, por independiente, por amoral. Es poderoso por ser definitivo, único y sin piedad. Es innegable porque existe y se coloca por sobre todo lo demás. Se apodera no solo del ser, sino del estar. Se vuelve lo único realmente importante en esta vida; lo único que justifica nuestra presencia en ese instante.
Es razón y causa de vida. Especie superior entre otros sentimientos. Con una intensidad casi infinita y una duración inagotable. Más allá que lo efímero de un sueño, lo fugaz de la alegría, lo engañoso del amor o lo subjetivo de la más noble de las realizaciones. Por arriba de toda instancia física y solo comparable en complejidad con la locura misma. Así se funge como rey del sentir, líder de todo lo vivo y bofetada de verdadera realidad.
Nubla y embriaga. No solo opaca la razón sino que la pone a dormir… eso cuando decide no matarla para siempre. El terror, junto con la angustia verdadera, muchas veces engendra la demencia. Abren las puertas prohibidas de la percepción y el entendimiento del mundo. Boletos en un sentido a la irracionalidad de una lógica que conocemos, pero no podemos comprender. Prueba de vida, prueba de existencia. El terror es hermoso por ser verdaderamente poético. Por arrancarnos sentimientos sin tener ninguna intención de hacerlo. Así es la concentración de oscuridad, pesada y perfecta; reflejo de todo aquello que es humano.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.