Hay cosas en las que no creo. No por convicción, sino solamente porque no las he vivido. Generalmente son cosas que no se pueden ver y que no tienen por qué verse. Un fantasma, por ejemplo, se siente y a veces se ve. A un fantasma se le teme o se le ama. Se huye de él o se le invita a jugar. Yo creo en los fantasmas. Creo que existen sin saberlo, que habitan nuestros sueños y que son los que nos hacen sentir intranquilos y ansiosos a pesar de que todo lo que nos rodea esta diseñado para adormecer ese sentimiento.
No creo, sin embargo, en los demonios. A diferencia de los fantasmas, los demonios no se ven. El abrumador terror de un demonio se siente y yo nunca lo he sentido. He sentido que mi alma (otro fantasma más) se cae hasta el suelo. He sentido la inmensidad de un Universo repleto de espacios vacíos. He sentido la falsedad de la ilusión del tiempo. He sentido la contracción de mi mente cuando pienso en el infinito. He sentido la parálisis que provoca el pensar en la muerte. Pero nunca… jamás he sentido miedo verdadero. Solo he sentido fantasmas, pero jamás he mirado a un demonio a los ojos.
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